La cesta de naranjas

Se llamaba Sebastián y tenía más años de los que podía recordar. Nunca fue demasiado alto ni demasiado corpulento por lo que, cuando la vejez le alcanzó con un cuerpo pequeño y enclenque, no se soprendió demasiado.
Cuando yo le conocí vivía en la que sería su última casa, una pequeña mansión a las afueras del pueblo desde donde se veía todo el valle. No suelo recodar este tipo de detalles, de hecho apenas suelo recordar nada, pero aún puedo ver el sendero empedrado que conducía por todo el jardín a la terracita de la parte de atrás. La piscina. Aquella estatua tan fea que resultó ser una reproducción bastante buena de una obra bastante buena a su vez. El reloj. Magdalena, la rolliza cocinera. El sillón de orejas rojo. Las escaleras. La cesta de la mesa del comendor, siempre llena de naranjas. El gato. El piano. La pesadas cortinas del dormitorio. Las máquinas de escribir, con las teclas gastadas por el uso y el tiempo. El espejo del final del pasillo. Los atardeceres naranjas, amortiguados por los ventanales de la biblioteca. La biblioteca.

End